Avanti a Lui

Notas


La reposición de Salomé en el Teatro Colón invita a volver sobre una de las óperas más revolucionarias del siglo XX. Estrenada en Dresde en 1905, la obra de Richard Strauss marcó un punto de inflexión en la historia del drama musical. El lenguaje romántico había alcanzado con Wagner su máxima expansión, y la tonalidad —ese principio que rigió la música occidental durante siglos— comenzaba a resquebrajarse. En ese momento de transición, Salomé irrumpió como una verdadera detonación estética: un escándalo, una fascinación y un signo inequívoco del cambio de época.
Strauss, heredero del sinfonismo germánico, encontró en el drama de Oscar Wilde el vehículo ideal para llevar la expresividad musical a sus límites. La historia bíblica de la princesa que exige la cabeza de Juan el Bautista tras la danza de los siete velos se convierte, bajo su pluma, en un estudio obsesivo sobre el deseo y la destrucción. La orquesta, desbordante y minuciosa, refleja cada matiz psicológico de los personajes: los timbres, las disonancias y las modulaciones extremas describen una tensión erótica y violenta que parece presagiar el estallido de la tonalidad.
Desde el punto de vista musical, Salomé se ubica en el umbral de la modernidad. Strauss no abandona la tonalidad, pero la somete a una presión tan intensa que el sistema parece a punto de colapsar. Junto con Elektra (1909), la partitura representa el momento de mayor audacia armónica del compositor y abre el camino al expresionismo musical que más tarde continuarían Schönberg, Berg y Webern. Si Salomé es la ópera del deseo, Elektra será la del grito: dos extremos de una misma exploración de lo humano llevada al límite.
El libreto, adaptado por el propio Strauss a partir del texto de Wilde, conserva la poética decadente y simbólica del original. La combinación del relato evangélico con el simbolismo de fin de siglo y la escritura orquestal visionaria dio como resultado una obra única: una síntesis entre lo sagrado y lo profano, entre lo místico y lo carnal.
Salomé escandalizó no sólo por su erotismo, sino también por su sonido. Su audacia orquestal desbordó los márgenes del Romanticismo y abrió una grieta hacia la modernidad musical. En su estreno del 9 de diciembre de 1905 en la Königliches Opernhaus de Dresde, dirigida por Ernst von Schuch, la obra provocó tanto rechazo como admiración. Pocos meses después, en Graz, una de sus primeras reposiciones reunió a Mahler, Schönberg, Berg y Puccini: una escena que simboliza el encuentro de las vanguardias del siglo XX.
El recorrido internacional fue tan veloz como polémico. En 1907 llegó al Metropolitan Opera de Nueva York, donde fue retirada del cartel tras una única función debido a la conmoción del público. Ese mismo año se representó en París, en una versión francesa revisada por Strauss. En Londres se estrenó en 1910, con modificaciones en el texto para mitigar su impacto.
Buenos Aires fue una de las primeras ciudades fuera de Europa en recibir la obra. El estreno local tuvo lugar el 13 de junio de 1907 en el Teatro Coliseo, bajo la dirección de Giuseppe Barone y con Gemma Bellincioni como protagonista. La rapidez con que Salomé llegó al Río de la Plata da cuenta de la vitalidad del ambiente lírico porteño y de su apertura —no exenta de asombro— a las nuevas tendencias musicales.
La ópera debutó en el Teatro Colón en 1913 con dirección de Luigi Mancinelli y, diez años más tarde, en 1923, el propio Richard Strauss la dirigió por primera vez en versión original en alemán. Desde entonces, Salomé ha regresado al Colón en sucesivas producciones dirigidas por figuras como Erich Kleiber, Karl Böhm, Pedro Ignacio Calderón, y Stefan Lano entre otros.
En su trama, la joven Salomé, hijastra de Herodes, queda fascinada por el profeta Juan el Bautista. Rechazada por él, su deseo se transforma en obsesión. Durante un banquete, accede a danzar para su padrastro con una única condición: recibir la cabeza del profeta. Cuando se cumple su pedido, besa la cabeza inerte de Jokanaan en un gesto de delirio que une amor y muerte. Herodes, horrorizado, ordena su ejecución.
Así culmina una de las óperas más intensas y provocadoras del siglo XX. En Salomé, Richard Strauss llevó la pasión, el deseo y la violencia hasta el límite mismo de la música y del alma humana.
El 28 de octubre, en función de Gran Abono —denominación que, quizás, merecería ser reconsiderada—, la protagonista indiscutible fue la Orquesta del primer coliseo, que ofreció un sonido de una potencia e intensidad realmente impactantes, como hacía tiempo no se escuchaba. Bajo la dirección de Philippe Auguin, la agrupación alcanzó una expresividad admirable, revelando con absoluta claridad los contrastes violentos y eróticos de la partitura. Su lectura, de una precisión técnica y teatralidad ejemplares, hizo palpable el pulso febril y la tensión psicológica que laten en cada compás de Salomé.
Fue particularmente destacable la manera en que el maestro Philippe Auguin supo transitar esa frontera donde la tonalidad se tensa hasta el vértigo, sin romperse, conservando el lirismo romántico que Strauss dejó latente entre los pliegues de la orquesta.
Lo interesante es que, dentro de esa escritura de extremos, Strauss reserva para Jokanaan un lenguaje mayormente diatónico, de líneas claras y luminosas, en contraste con el cromatismo y la disonancia que dominan el mundo sonoro de Salomé: un recurso que acentúa la oposición simbólica entre la pureza del profeta y el deseo perturbador de la princesa.
La lectura de Auguin, de una precisión técnica y teatralidad ejemplares, hizo palpable el pulso febril y la tensión psicológica que laten en cada compás de Salomé.
En el plano vocal, la función alcanzó momentos de gran intensidad dramática. Ricarda Merbeth (Suhl, Turingia, Alemania, 10 de octubre de 1966) asumió la parte de Salomé con entrega total, dominando las exigencias extremas de una partitura que demanda tanto resistencia física como refinamiento expresivo. Su voz, de timbre firme y bien proyectado, logró transmitir la mezcla de inocencia, deseo y locura que define al personaje.
Egils Silins (Liep?ja, Letonia, 9 de diciembre de 1961), en el papel de Jokanaan, ofreció una presencia imponente, con un fraseo sólido y una emisión de notable autoridad, mientras que Herodes (Norbert Ernst, Viena Neustadt, Austria, 11 de noviembre de 1977) y Herodías (Nancy Fabiola Herrera, española nacida en Caracas, Venezuela) completaron el cuadro con interpretaciones de fuerte carácter teatral, ajustadas al clima febril de la escena. Fermín Prieto, como Narraboth, expuso con solvencia la excelente formación de muchos de los artistas locales, formados primordialmente en la casa.
En conjunto, el elenco mantuvo una cohesión ejemplar, siempre en diálogo con la orquesta, que supo acompañar y realzar cada momento sin imponerse jamás sobre las voces.
La puesta en escena de Bárbara Lluch (Barcelona, 1977, nieta de la célebre actriz Nuria Espert) ofreció una lectura de fuerte impacto visual, donde la estética minimalista acentuó la densidad psicológica del drama. Los elementos escenográficos diseñados por Daniel Bianco, sobrios y simbólicos, funcionaron más como contenedores de tensión que como mero decorado, dejando que la luz y el movimiento delinearan los climas internos de los personajes.
La iluminación de Albert Faura, de una precisión casi pictórica, marcó con sutileza los contrastes entre el deseo y la condena, mientras que el vestuario de Clara Peluffo, de cortes contemporáneos, evitó el exotismo habitual para concentrar la atención en la dimensión humana del relato.
El resultado fue una propuesta coherente y de notable eficacia teatral: una Salomé despojada de artificios, que puso en primer plano la violencia latente de la música y el abismo emocional de sus protagonistas.
En conjunto, esta reposición de Salomé en el Teatro Colón se impone como uno de los puntos culminantes de la temporada. La conjunción entre una dirección musical de gran lucidez, una orquesta en estado de gracia y un elenco sólido permitió revivir una de las partituras más desafiantes y visionarias del siglo XX con la intensidad que merece. Salomé sigue siendo una obra incómoda, excesiva, fascinante: un espejo donde la belleza y el horror se confunden hasta volverse inseparables. Que el Colón la recupere con esta calidad artística no sólo honra su historia, sino que reafirma su papel como escenario capaz de enfrentar, con valentía y excelencia, los grandes vértigos del repertorio lírico.
Víctor Fernández
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